La pandemia desnudó grietas en el mundo en sistemas de salud

El mundo, enfermo, confundido, desesperado, lleno de temor, se paró un 23 de marzo de 2020 bajo el peso de una sola palabra: pandemia.

La Organización Mundial de la Salud daba las razones, argumentaba: “Tomó 67 días desde el primer caso reportado para llegar a los primeros 100 mil, 11 días para contabilizar 200 mil y sólo cuatro para los 300 mil”. La pandemia se aceleraba, el mundo se detenía.

Las calles se quedaban vacías, las oficinas inmóviles, las palabras amordazadas; sólo se escuchaba el silencio del llanto que escapaba del confinamiento al que lo obligaba el covid-19, su verdugo.

La pandemia, palabra que ya se había inventado, tomó, como nunca, un significado absoluto, colectivo: muerte. La humanidad se metió en sus casas, se cubrió la cara, las manos, el cuerpo todo para protegerse de algo que aún no se sabía a ciencia cierta qué era.

Los pobladores del mundo, tocados del más profundo miedo, inermes, miraban las imágenes de los que no habían podido llegar al hospital y morían sobre las banquetas de las ciudades, de los pueblos de todo el mundo. Una fotografía relataba el tamaño de la tragedia: en el crematorio “ya no hay cupo” y, a las puertas del lugar, la fila de los que buscaban el alivio de las llamas para sus muertos, atravesados por el futuro inmediato y la duda del contagio.

La crisis crecía imparable. Los primeros casos se dieron en noviembre de 2019 en la ciudad de Wuhan, China, pero tres meses después, en febrero de 2020, empezó a infectar a Europa y, en marzo, América daba cuenta del inicio del episodio.

Ese mismo mes, el día 11, el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom, descubrió que la “nueva enfermedad puede caracterizarse como una pandemia. La OMS ha estado evaluando este brote durante todo el día y estamos profundamente preocupados tanto por los niveles alarmantes de propagación y gravedad, como por los niveles alarmantes de inacción. Por tanto, hemos evaluado que el covid-19 puede caracterizarse como una pandemia”. El 30 de enero de 2020, meses antes, la misma OMS declaró al mal como una emergencia de salud pública de preocupación internacional.

En mal evolucionó y el sistema mundial de salud pública, enfermo de mercantilismo, colapsó. Al mismo tiempo que se declaraba la pandemia, Tedros, en la OMS, reconocía: “todavía no existen tratamientos que se hayan confirmado como efectivos contra el coronavirus”.

Y no sólo no existía cura ni vacuna; tampoco había médicos suficientes, ni enfermeras ni sistemas de respiración artificiales a los que se pudieran conectar los enfermos más graves. Tampoco hubo hospitales suficientes. Los espacios cerrados más grandes de las ciudades se iban habilitando conforme crecía el horror, pero tampoco eran suficientes.

China, de donde aún se especula si fue el centro del contagio, se vio obligada a construir un hospital que no se tenía, y lo hizo en sólo 10 días. Un hospital que en dos pisos dio servicio a más de mil personas encamadas y que se levantó en 34 mil metros cuadrados.

El contagio, de todas formas, cabalgaba sin descanso. Italia fue el primer país europeo en intentar un confinamiento total de la población. El anuncio se hizo el 9 de marzo, pero antes la información se filtró y mucha gente huyó hacia las zonas sureñas del país sin entender lo inútil de la fuga. Italia tardó 11 días en cerrar las escuelas, 16 en frenar la actividad en tiendas y 16 en cerrar sus fronteras. En un poco más de un mes pararon las actividades de todo tipo consideradas no esenciales. El 16 de marzo de 2020 la Unión Europea decretó el cierre de sus fronteras, del 17 del mismo marzo al 15 de junio. Las autoridades de salud daban a conocer el 9 de abril que en el planeta habían un millón y medio de infectados y el conteo de muertos ya rebasaba los 90 mil.

Algo se se secó en el mundo. El cubrebocas mató el mayor símbolo de felicidad: la sonrisa; los ojos se convirtieron en hoyos de miedo y desconfianza, de ira. La gente huía de la gente, se repelían hasta en sus propios hogares, y las vacunas empezaban a aparecer, pero para la vida cotidiana ya no hubo remedio.

Los datos nos daban la idea de que ya no había camino de retorno. Nada será igual, ni siquiera las manos volverán a chocar con familiaridad, y las mejillas rehusarán recibir el par de besos como cariñoso saludo. Algo se secó.

México, atacado mucho tiempo antes por los cómplices más eficaces del bicho –obesidad, hipertensión y diabetes–, recibió el golpe mortal de lleno. Las cifras, que luego de tres años dieron idea de la complicidad mortal, por más altas que fueran no reflejaban el desorden, la confusión que provocó el caos de la pandemia.

Por un momento el otro factor, el que en verdad haría la diferencia, la corrupción, ése permaneció oculto entre la emergencia; no obstante, luego del estupor por el primer impacto, sacudió al país.

Un México inerme mostró la inmensa debilidad que le ocasionó un modelo de gobierno contrario a los intereses populares. Aceptar la realidad de los relatos que dejaban las calles para convertirse en historias periodísticas aumentaba día con día.

El 18 de marzo de 2020 se registra la primera defunción por coronavirus en México y el 23 del mismo mes la Secretaría de Salud anuncia la “Jornada Nacional de Sana Distancia”. El 1º de abril se realiza la declaratoria de emergencia en todo el país.

Tijuana, en Baja California, fue una de esas fuentes de donde brotaban los más amargos relatos. En una quincena del mes de julio de 2020, 30 de cada 100 infectados fallecía y los relatos se multiplicaban.

Las gráficas mostraban las enormes filas de gente que trataba de conseguir un tanque de oxígeno, gas que empezaba a escasear y convertirse en otro elemento de especulación en un mercado que cerraba los ojos frente a la tragedia.

El conteo del horror se dio en muchas y diferentes tablas con número y realidades de distintos tipos. No hubo algún renglón intocable para la pandemia, pero tal vez uno que mostrará toda su profundidad en el futuro es la educación.

Las organizaciones y las agencias que dieron a estudiar el fenómeno, si así le podemos llamar, explicaron que la pandemia hizo que se perdieran entre uno y ocho años de aprendizaje.

Muchas escuelas fueron cerradas en América Latina y el Caribe durante 58 semanas y 170 millones de niños sufrieron tales consecuencias que se dice en los estudios del Banco Mundial, el Unicef y la Unesco que los alumnos que terminan el sexto año de primaria tal vez no logren comprender lo que leen, en una gran mayoría.

Aunque ya se cuentan tres años de la aparición del mal que cambió al mundo, los resultados del daño que ocasionó aún no quedan bien definidos.

En México, el 13 de mayo de 2022 se anunció el “ingreso a la nueva normalidad”, y sí, ya nunca nada volverá a ser como antes.

Fuente: La Jornada